1934. Una entrevista. Don Sebastián Gana, decano de los inmigrantes
No hay datos ciertos de Eduardo Miragaya y Francisco Solanes. Se supone que eran dos de los tantos españoles de cierta formación arribados a la Argentina en el primer tercio del siglo XX, como parte de la inmigración más o menos cualificada que esperaba hacer carrera en la prensa y la tribuna pública del país. En 1934 publicaron Los españoles en Rosario de Santa Fe. Su influencia en el progreso de la ciudad, patrocinado por varias instituciones de la colectividad española rosarina y con prólogo del cónsul español en la ciudad Gonzalo Diéguez Redondo. Según Xosé M. Núñez Seixas el libro, del que aquí se publica un fragmento, “constituye un buen ejemplo de la moderada reivindicación del papel de España en América elaborada por la intelligentsia republicana hispánica en la Argentina”.
Periódico de arte, cultura y desarrollo del Centro Cultural Parque de España, Rosario, Argentina. nº16, primavera 2013
De arriba a abajo: Enrique Corona Martínez, Juan Canals, Carlos Casado. Derecha: Emilio Estévez y empleados.
El señor Cónsul de España, nos había dicho una vez “¿Por qué no vamos a visitar a los “archivos vivientes” de Rosario? Aquí hay españoles antiquísimos. Lo que ellos nos dijeran sería de gran interés. ¿Qué les parece si hablara a alguno de ellos para que nos recibiera?”
—Muy bien. Aceptado. Cuanto antes mejor. Y puede usted advertir, dijimos, que no iremos en actitud de interviú, un tanto impertinente, como es de rigor en estos casos.
En efecto al día siguiente acompañados del representante de España, con su rara amabilidad servicial, llamábamos en la casa de Don Sebastián Gana, quien nos recibió en la puerta, acogiéndonos con frases cordiales de bienvenida.
—Aquí me tienen ustedes, nos dijo, dispuestos a contestar a cuanto quieran preguntarme.
—Nada de reportajes, Sr. Gana. No venimos dispuestos a encauzar la conversación en ese tono de las entrevistas periodísticas. Puede usted decirnos y hablarnos lo que le parezca y como le parezca.
—Lo que pueda decirles, señores, no tiene la mayor transcendencia, no creo que pueda interesar a nadie los recuerdos de un vejestorio como yo que ha cumplido los noventa años. El tiempo pasa sin darnos cuenta con sus alegrías y sus tristezas. Ustedes me ven, un poco asombrados, ágil y bien, felizmente todavía; como inmovilizado en el tiempo, sobreviviendo a todos. Les contaré, pues, recuerdos de mi vida en Rosario. Pueden empezar a tomar notas.
—Ya estamos dispuestos. Cuando guste.
—Llegué, precisamente, nos dijo, en momentos espectaculares en que la ciudad sufría esas emociones del choque de las armas. El día de la batalla de Pavón. Como ustedes no ignorarán llegué por vía fluvial. El desembarco, primero en Buenos Aires y después aquí era naturalmente un tanto molesto y complicado. ¡Qué transformación más extraordinaria han experimentado estas ciudades en los años transcurridos! Aquí mismo en donde hoy se levanta la edificación moderna de las calles Mendoza, Córdoba y Corrientes había una magnífica laguna que llegaba cerca del mercado Sur. ¡Y qué decir de Buenos Aires! Cada vez que la visitaba, después de mi llegada, encontraba una ciudad desconocida y nueva. Los rascacielos de ahora, los trenes subterráneos. Me parece todo increíble.
Como español enraizado en esta tierra, quiero expresar a ustedes la satisfacción que me ha proporcionado las obras de la empresa “Chadopif” [Compañía Hispano Argentina de Obras Públicas y Finanzas] en la que ha intervenido España como un acto admirable que ha podido consumar, doblemente simpático, por cuanto es un aristócrata ingeniero el que las dirige y que ostenta un título nobiliario. El nombre español ha adquirido de esta forma, como en el vuelo del “Plus Ultra” jerarquía de algo que puede osar las mejores empresas de la civilización.
Me he alejado sin querer del viejo y querido Rosario, cuando había para nuestro solaz un amable jardincito de recreo en la calle Mitre entre Catamarca y Salta. En este jardín hemos paseado nuestras ilusiones. Allí distraíamos el espíritu del trajín cotidiano.
Los días festivos íbamos a oír la retreta en el cuartel “1° de Mayo” que estaba en las calles San Luis y San Juan, a la hora de pasar lista. También íbamos a la plaza “25 de Mayo” a oír música por las noches, los jueves y los domingos. Nuestras diversiones, como ven, no podían ser más inocentes. Teníamos por costumbre, aparte de esto, asistir a las tertulias de los amigos que se celebraban en los negocios. Tomábamos el café, la copita, y, cada cual, establecía su centro de reunión en donde mejor le placía. ¡Cuántas discusiones, cuántos proyectos, qué fogosidad y sobre todo, lo que recuerdo con más delectación es la armonía que reinaba entre todos! Estábamos nivelados por la cantidad de entusiasmo no por el dinero. Había entre nosotros compatriotas de gran fortuna. Antonio Zubelzu era riquísimo. Joaquín Lejarza ayudaba a cuantos le solicitaban algo, facilitaba dinero y medios de trabajar generosa y graciosamente. Juan Canals favoreció e hizo el bien sin mirar a quien. Carlos Casado era el tipo representativo español; el arquetipo. Un individuo enormemente emprendedor que tan pronto disponía de cinco millones de pesos como se quedaba sin nada, listas alternativas, las causaban su natural disposición para acometer empresas que nos dejaban estupefactos, y las épocas difíciles que se atravesaban de crisis locales. Era hombre de ocurrencias geniales. Había terminado los estudios de marino mercante y sus aficiones náuticas y sus rasgos desprendidos le llevaron a España para asistir a las pruebas del submarino Peral. A un ex-marino como él, de ideas elevadas, lo que le faltaba era navegar por debajo del agua.
Seguramente —continuó— aquella época era de más ilusiones, lo creo así por la cantidad de proyectos. ¡Las redes que habremos tendido de ferrocarriles y el entusiasmo que habremos derrochado para construir el puerto de Rosario! Porque aunque no lo hayamos hecho; nosotros empezamos.
El señor Gana, hizo una pausa y pidió una botella de Oporto Anejo para obsequiarnos, llevándose una copita a los labios para humedécenos en honor de sus visitantes.
La entrevista era animada por la facilidad de su gran memoria. No teníamos que preguntar nada. Las explicaciones fluían de una forma cómoda para nosotros que no hicimos más que escuchar y apuntar algunos datos. Continuó diciéndonos.
—Me retiré de los negocios hace más de cuarenta años. Tal vez deba esta senectud, que a ustedes les parece excelente, a la tranquilidad de mi vida libre de esas preocupaciones, de sobresaltos por las pérdidas, y de ambiciones por las ganancias. Liquidé mis asuntos y fuime a viajar. Debo advertir a ustedes que yo he sido un español típico, un español al que se le puede achacar como defecto la individualidad. He sido personalista en el buen sentido de la palabra. En esto me parezco a otro compatriota que andaba por aquí, el agrimensor Julián Bustinza que tenía su vara propia para las mediciones de los bienes raíces con la que se han medido la generalidad de Rosario. Se usaba la castellana de 0.836 milímetros; la rosarina de 0.0862; la nacional de 0.866 y este uso diverso producía dificultades por la diferencia entre ellas. Y es lo que decía él. ¿Por qué no adoptan ustedes la mía que es con la que ahora se está midiendo? La vara de Bustinza es célebre en Rosario, era de 0.843 milímetros. Como decía, creo que lo menos que puede aspirar un hombre es a la libertad de acción. En cuanto pude me desligué de comanditarios y dependencias que cohibían mi manera de ser, impidiéndome vivir con arreglo a mis opiniones. Marché con mi señora a Europa, a ver sus monumentos, a conocer sus costumbres y sus museos. En Alemania, recuerdo, una vez tomábamos un intérprete y resultó que no sabía español. Por llevarnos a un sitio, nos llevaba a otro. Creo que conocía Berlín peor que nosotros. Era un intérprete improvisado. Estuvimos dando vueltas hasta que nos perdimos. Aquello era una desilusión para nosotros que creíamos que todos los alemanes eran técnicos, sabios y serios. Se nos cayó un prejuicio de encima. Nos convencimos que no se puede hacer mucho caso de las leyendas. En España, experimenté el dolor de todos los que han estado ausentes muchos años. Habían pasado muchos años desde que nos despedimos de nuestras familias, desde que dijimos adiós al paisaje y a los amigos. Yo tenía un mundo de recuerdos vivificados por el espíritu. Llegué y me encontré todo cambiado al correr del tiempo. Los amigos ya no eran aquellos jóvenes; las mozas estaban marchitas y los ancianos habían muerto.
¡Volver, volver! Esta palabra que yo había repetido tantas veces con infinita nostalgia se me borró por completo. Al pasar por donde había vivido de niño, y de joven; al no encontrar nada me acometió una tristeza como si hubiese visitado un cementerio.
Entonces, señores, volví los ojos a esta tierra. Esto, para mí, como para muchos, es mi rincón; comprendí que era amante de él. Estoy connaturalizado con Rosario. La vida no puede ser de otra manera. Casi toda mi existencia ha transcurrido aquí, me siento vinculado a Rosario en todos aspectos y lo que es más triste, al rincón aquel que no tengo que volver ya para nada.
—¿Y no serviría eso que le ha sucedido a usted como calmante para los que no pueden regresar y están siempre suspirando?
—Creo que no. Y vayamos a lo que nos interesa. En la colectividad española he actuado, oficialmente se puede decir, desde mi arribo a Rosario. He sido fundador del Club Español cuando se llamaba Centro Español, hace aproximadamente más de medio siglo; me correspondió junto con Don José Saavedra, desaparecido, adquirir los muebles y sigo siendo socio aunque en forma pasiva. En la Asociación de Socorros Mutuos, ya casi he perdido la cuenta. Esta institución española ha desempeñado en esta ciudad una gran función. Cuando la epidemia de cólera, por ejemplo, nos invadió, sus auxilios fueron valiosísimos. Contribuyó con dinero a la suscripción popular y cedió los servicios que había disponibles para atención sanitaria a la Comisión del pueblo creada para esa emergencia. El Centro Español tuvo su época brillante, no porque yo actuara en él, claro está —dijo sonriendo— porque con el Club del Fénix eran los dos únicos centros sociales que había. Siempre estábamos de fiesta. La oficialidad de Rosario comía con nosotros. Por cualquier pretexto una romería, una recepción; a divertirnos.
Teníamos elementos de gran valer. Ustedes seguramente han oído hablar de don Enrique Corona Martínez. Era creo, madrileño, un orador maravilloso, el primer Rector de este Colegio Nacional. Había sido diputado a Cortes y director del Liceo de Barcelona. Uno de tantos inmigrantes políticos, pero que en Rosario no abundaban. Antes de llegar a la Argentina vivió en Inglaterra y en Francia, desarrollando unas actividades intelectuales extraordinaria y publicando libros y artículos. Fue amigo de Sarmiento y Avellaneda con los cuales colaboró por la difusión de la cultura en este país.
Conocerán, me imagino esos datos que se refieren a las primeras exportaciones de cereales por los españoles de Rosario que iban consignadas a Ibarra, los banqueros de Bilbao y esa serie de antecedentes en cuanto a la construcción de edificios. Pues bien, el español José Soler, arquitecto, construyó el Centro Español como más tarde otro arquitecto nuestro construyó el Club. Mucha de la construcción de entonces se debe a Máximo Lascano, a Enrique Duran y otros. El edificio que hoy ocupa el Banco Británico, es una modificación de la casa de don José Contes, hombre de empresa con “registro” —almacén de tejidos por mayor—.
¡Ah! Otro dato que se me ha pasado al hablar de los cereales. He leído no hace mucho una estadística sobre la producción de cereales y nuestro compatriota don Juan Fuentes figura en ella como el primer productor de maíz del mundo. No recuerdo la fecha, porque en esto, unas veces, son unos y otras veces son otros. La cantidad, me parece haber leído que se trata de ochenta mil toneladas de producción y en segundo lugar otro nombre nuestro, el señor Uranga hijo de español. Esto conforta a cualquiera.
Si ustedes no se duermen —nos dijo medio riendo— yo tengo para rato. Desde el año 1860 al 1870 en el ramo de tiendas al menudeo el 80 % era comercio español.
Bancarios: el Banco Provincial de Santa Fe estaba dirigido por Carlos Casado, Ibarlucea, Lejarza, Aldao, Alvarado, Caries y Rodríguez. El director gerente del Banco Argentino era Francisco de Paula Ruíz. El gerente del Banco de España, Juan Sugasti y el Presidente del Consejo Ejecutivo de Rosario Pío Recalde, dueño, a su vez del Hotel Argentino.
Agentes marítimos lo eran José Ibáñez y García. Vistas de Aduanas Gabriel López, Undabarrena y José Puente, Escribanos, Ignacio Llobet y Manuel Granadero.
Consignatarios, Quintín Gastañaga y Eugenio Menéndez. Agente corresponsal de prensa española José Fayó. Almaceneros por mayor, Antonio Zubelzu, Rosendo y Francisco Ferrer, José y Manuel Otero, Manuel Caries, Domingo Falencia, José García González, Juan y Ceferino Sugasti, Alfaro, José Berdaguer, Bestarrica, Escayola y Canals. “Registros” José Contes, Redonet, José del Cerro, Cerro y Gana Manuel y Sebastián, Ortíz Grognet y Cía., Correa y Cía, González Hermanos. Pedro Mioño. Barracas de frutos. Sastres y…
—¡Ya es suficiente! No escribimos ni una letra más señor Gana. Estamos convencidos, es usted un “archivo viviente”. Cuando se llega a esa edad y con sus buenas facultades hay que aclamar el triunfo que usted ha obtenido sobre la vejez. Nos ha hecho usted un gran obsequio que no sabemos cómo agradecer.
Nos hemos despedido de este señor que es todo naturalidad y que atento a sus propios recuerdos, afectuosamente, nos ha informado ampliamente, dejándonos esa impresión del anciano a quien no hicieron mella los estragos de los años que sabe llevar con toda dignidad.
—
Eduardo Miragaya y Francisco Solanes: “Una entrevista. Don Sebastián Gana, decano de los inmigrantes” en Los españoles en Rosario de Santa Fe. Su influencia en el progreso de la ciudad.Rosario, Editorial La cervantina -Romanos Hnos., 1934.